sábado, 17 de julio de 2021

EL HECHO RELIGIOSO EN EL MARCO JURÍDICO ESTATAL I

 

Por Alicia Nora Casanova 

Abogada  graduada en la Universidad Católica Argentina (1973) con Diploma de Honor, en la misma Casa obtuvo el título de Abogado Especializado en  Ciencias Penales (1975) y el de Doctor en Ciencias Jurídicas (2019) mediante la Tesis titulada  “La Iglesia Católica y las entidades religiosas ante la potestad tributaria estatal en el orden nacional e impositivo. Fundamentos constitucionales”, dirigida por la Pfra. Dra. Catalina García Vizcaíno.
Ejerció la docencia universitaria en las Facultad de Derecho de la  Universidad de Buenos Aires y en la entonces Facultad de Derecho  y Ciencias Políticas de la Universidad Católica Argentina, participó en sucesivos Congresos y Jornadas, y es autora de diversas publicaciones individuales y colectivas, dedicadas primordialmente a iusfilosofía y derecho tributario.


              ÁMBITO CONCEPTUAL
 El Estado, metafísicamente considerado, es un todo accidental de orden, práctico y necesario, que surge de las relaciones trabadas entre los hombres, los todos sustantivos que le sirven de soporte, en la línea de su naturaleza y para la búsqueda ordenada y autónoma de su fin objetivo temporal, que es el Bien Común político1.
La existencia del Estado viene a actualizar la natural2 sociabilidad del hombre, concretando el desarrollo de las potencialidades propias de su naturaleza.
Sobre el particular, resultan ilustrativos los conceptos de Millán Puelles, quien acerca de la dignidad personal del ser humano dice:
“Las exigencias jurídico-naturales de la dignidad de la persona humana no se limitan al ámbito inter- subjetivo. Por lo pronto, es verdad que todo hombre se encuentra en el deber -según Goethe el primero de todos los deberes- de respetar en sí propio esa dignidad que posee, aunque también es cierto que ese deber se funda, en definitiva, sobre la obligación de respetar su propio origen. Sin embargo, es el ámbito inter-subjetivo el que de un modo más propio constituye lo que podría llamarse la esfera de actualización de las exigencias jurídico naturales de la dignidad personal del ser humano. El sí mismo que hay que respetar está intrínsecamente determinado por un coeficiente axiológico que sobrepasa los límites de la individuación respectiva. A través de ese coeficiente, toda ofensa al prójimo es ofensa a sí propio, y toda ofensa a sí propio es una ofensa al prójimo. Inevitablemente, la dignidad de la persona humana se mueve en todos los casos en una dimensión específica y no solo individual. A la luz de este axioma el egoísmo se presenta a las claras como un atentado a la dignidad personal de nuestro ser, y por su parte la subordinación al bien común se manifiesta como un imperativo que no se sobreañade, ni positiva ni negativamente, a la conciencia de esa misma dignidad. El debatido problema de la oposición entre el bien personal y el bien común no es más que un seudo problema. En principio, sólo puede haber oposición entre un falso y aparente bien común y un aparente y falso bien personal. La misma fórmula ‘subordinación al bien común‘ es, en cierto modo, desdichada, porque parece formalmente depresiva de los derechos de la persona individual. En  este sentido, se está tentado de reemplazar el término subordinación ‘por el de elevación‘, Pero, en rigor, tampoco se trata de eso, porque los auténticos deberes y los verdaderos derechos que entraña el bien común están implícitos en los correspondientes deberes y derechos del bien personal del hombre”3.
 A partir del análisis de la antropología política de dicho autor, Rafael Alvira expresa:
“En Millán Puelles la clave antropogica es el dúo deber-libertad […] la razón de ser de la sociedad no es otra cosa que la que se expresa al afirmar que convivir es ayudarse unos a otros a vivir […] la convivencia o sociedad es necesaria para que las vidas personales se mantengan y desarrollen al máximo […] Sin ayuda de otros no nos humanizamos pero, a su vez y como queda dicho, cada uno tiene luego la obligación […] de ayudar a los demás. Obligación que es ontológica y prácticamente posible por la existencia de un Bien Común, sin el que carecería de sentido último […] La potencia de perfección le es dada a cada persona con su condición de criatura humana, pero la actualización de ella pasa necesariamente por la historia, es decir y más en concreto por la sociedad, que es un convivir en el que somos ayudados y ayudamos […] en sentido estricto, y según la tradición clásica en la que se incluye a ese respecto plenamente Millán Puelles, lo social se refiere a esa condición según la cual no puedo humanizarme más que con la ayuda de otros seres humanos‖”4.
 
En este punto es dable traer a colación el aporte de Tomás Casares5, quien señala que la condición humana, en su unidad sustancial y de manera interdependiente, implica el orden de lo inmaterial y con él el principio de superioridad que deviene del espíritu, que atento las operaciones que lo especifican hacen del humano el más perfecto de los animales, y, a la vez, la condición corporal que lo hace el  más  imperfecto  de  los  espíritua‖es;  siguiéndose  de  todo  ello  una  condición  de  privilegio  y eminencia, de fragilidad y dependencia, que trae aparejada la necesidad de diversas formas de sociabilidad, sea para atender sus necesidades materiales, que son las propias de su vida física, como las de índole espiritual en las que se juega la consecución de la plenitud humana, concepción cuyas diferencias con la de Rousseau el insigne maestro marca explícitamente a partir de la artificialidad de la sujeción  iniciada y regulada por el arbitrio individual a través de la voluntad general.
Sobre esa base, Tomás Casares afirma:
“La naturaleza de la sociedad humana recibe su razón de ser de ese destino, porque la estructura intrínseca de la sociedad está determinada por este fin propio del hombre como tal al que llamamos comúnmente destino humano, que es aquello para lo cual existe el hombre en cuanto tal, al margen de las otras determinaciones que lo especifiquen, sea empleado, artista, científico, militar o sacerdote, etc.; y formula una salvedad en el sentido de que el hombre no ha de pretender una tal prevalencia del fin individual que pueda obstar a la existencia y a la perfección de la sociedad, porque ello importaría algo así como la prevalencia de ese fin, contra su ser mismo”.
 
 
           EL ESTADO EN PERSPECTIVA CAUSAL
Para la filosofía aristotélica todo ser, todo ente,  puede entenderse según cuatro causas, respectivamente material  -aquello de lo que está hecho-, formal  -aquello que es-, eficiente  -aquello que lo ha producido-, y final  -aquello para lo que existe, a lo que tiende o que puede llegar a ser-.
Aplicando estos conceptos a la sociedad política resulta en primer lugar que la causa material comprende dos aspectos, uno mediato o remoto consistente en el conjunto de hombres que viven en su territorio y los grupos que emanan de la convivencia de ellos, y otro inmediato que es la pluralidad de las praxis humanas que producen todos esos sujetos, en el seno de las sociedades elementales o primarias y en las compuestas.
La causa eficiente por su parte, abarca dos ámbitos; uno es el de la causa eficiente remota, el de los elementos naturales que nos remiten a Dios Creador, Quien dotó al hombre de inteligencia y libre albedrío, de una naturaleza social y política, fundada como se vio en necesidades específicas y en los fines perfectivos propiamente humanos, como así también el de los elementos naturales de índole histórica, los de la tradición, datos externos, todos ellos, a las capacidades decisorias y operativas del ser humano; el otro es el ámbito de la llamada causa eficiente próxima, el de la voluntad humana -tanto de la autoridad como de los miembros de la comunidad- que, bajo la forma de una reiterada adhesión a un proyecto de vida en común, de un mínimo -al menos- de amistad y concordia, condiciona el ser y la existencia de cada Estado en particular.
Por lo demás, la causa formal intrínseca es el sentido del orden que se muestra unificando y coordinando la diversidad de conductas y funciones de los individuos y de los grupos infrapolíticos, en tanto que el rol de causa formal extrínseca o ejemplar le compete a las normas, en buena parte jurídicas, que de una u otra manera regulan la vida de los miembros en cuanto tales, estableciendo sus deberes en orden al Bien Común.
La causa final del Estado, para terminar, es el Bien Común político, que en un sentido puramente social -no ontológico- y esencialmente hablando, es un bien humano y social apto para ser participado por todos y cada uno de los miembros de la comunidad política.
Se trata de un bien de suyo comunicable a todas esas personas, aunque de hecho no esté efectivamente participado por todas ellas; de manera que aun no estándolo, no deja por ello de ser apto para beneficiar, distributiva o respectivamente, a todos los miembros de la sociedad, todos y cada uno de ellos con derechos y deberes idénticos atento la esencial comunidad de naturaleza; la conversión de esa aptitud esencial en una efectiva situación existencial, que beneficie a todos los sujetos que componen la sociedad, es una exigencia propia de la virtud de la justicia, que tiene en el bien común su objeto inmediato y propio.
Los elementos básicos en la estructura o contenido del Bien Común político pertenecen a diferentes ámbitos, que son el del bienestar material y el de la dimensión espiritual.
El primero es el de la suficiencia en el orden de la vida sensible, aquel que sin estar en el nivel más importante en razón del grado de su perfección es empero el más urgente, correspondiendo al mismo -v. gr.- el orden natural de la reproducción de la vida humana, la integridad del ámbito físico, el orden poblacional, la salud pública, el orden económico, etc.
El segundo, el de la dimensión espiritual, es el que especifica al hombre como la única criatura creada a imagen y semejanza de Dios; es por una parte el mundo de los valores culturales, éticos, políticos y religiosos, en el que se inscribe por una parte el orden ético jurídico, que siendo el núcleo del contenido del Bien Común temporal abarca el imperio de la ley, la vigencia social de un mínimo de virtud en especial las tres formas de la Justicia, la existencia de un orden de instituciones que asegure la paz, el recto ejercicio de la autoridad, la ordenación de todas las partes entre sí y la adecuación al bien colectivo.
Como así también el ámbito sapiencial o religioso, plano este en el que las cuestiones propias de la vida temporal o terrena se acercan mucho a las de la vida inmortal del espíritu, alcanzando a la política educativa y científica, la promoción de la ciencia y la sabiduría en general, y el orden religioso6.
El Bien Común político es en suma un bien concreto, cuyo contenido y sustancia se determina por el orden de los fines vitales esenciales; concierne a los hombres y a los grupos en el contexto de sus respectivas situaciones específicas, que abarcan determinaciones constitutivas o relacionales, estáticas y dinámicas, que juegan como elementos concretizadores, contingentes, singulares, tales como entre muchos otros el sexo, la familia, la tradición y con ella todos los agentes de la cultura, el lenguaje entre otros objetos instrumentales semánticos, la zona o la región de pertenencia, las instituciones jurídicas, la actividad propia de cada uno y con ella las corporaciones profesionales, económicas, científicas y educativas, la religiosidad misma (exista o no y cualquiera sea su signo), etc.

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