lunes, 3 de mayo de 2021

EL DEBER DE PROTECCIÓN DEL ESTADO PARA CON LA IGLESIA


 Por Eduardo Rubén Pennisi

Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas por la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina “Santa María de los Buenos Aires” (2013). Tema de tesis: “LA RELIGIÓN CATÓLICA EN LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA” Estudio acerca de la intangibilidad del Artículo 2º de la Constitución Nacional. Teoría de la Trilogía de la Confesionalidad Católica del Estado Argentino. Calificación: Distinguido.

Profesor Titular de Derecho Político, Universidad Abierta Interamericana. Profesor Asociado de Introducción al Derecho, Universidad Abierta Interamericana. Profesor Adjunto de Derecho Constitucional, Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Ex Profesor Titular de Derecho Canónico y Derecho Público Eclesiástico, Universidad Católica Argentina. Ex Profesor Adjunto de Derecho Político Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Ex Director del Instituto de Derecho Canónico y Público Eclesiástico del Colegio de Abogados de Lomas de Zamora. Fundador y Director del “Centro de Estudios Cardenal Pie” el 30 de noviembre de 2017. Director de la Diplomatura en Derecho Público Eclesiástico impartida en el Centro de Estudios de Derecho Público Eclesiástico Cardenal Pie. Año 2020

Es autor entre otras, de las siguientes obras: "Elementos de Derecho Constitucional",  "Historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado", "Iglesia y Estado, nociones de Derecho Público Eclesiástico" y “Libertad Religiosa”.

Ha dictado varas charlas y conferencias sobre los temas de su incumbencia tanto en Argentina como en el extranjero.

 §  Aspecto de la cuestión

   A partir de la sanción de "Los derechos del hombre y del ciudadano", uno de los primeros documentos jurídicos que surgen de la Revolución Francesa, se esgrimen una cierta cantidad de derechos que hasta ese momento eran inimaginables. Uno de esos derechos es la libertad de conciencia y de cultos.

Esa pretendida libertad de conciencia y de cultos puede considerarse bajo dos aspectos: en sí misma, o como consecuencia de la naturaleza del Estado. Considerada en sí misma, algunos la defienden como derecho esencial del hombre, otros como expediente político para el mayor bien de la sociedad. Nosotros hemos visto como sabiamente el Papa Pío IX, en cuanto quiere ser derecho, la declara delirio, y en cuanto expediente político, la declara medio de perdición.

Es un delirio como derecho, porque debería fundarse o en el panteísmo, o en la independencia de la criatura respecto del Creador, o en la negación de diversidad entre lo verdadero y lo falso. En lugar del derecho de creer lo que le plazca, el hombre tiene esencial deber de aceptar la verdad revelada por Dios, y de conformar a ella sus propias acciones. Y si por desgracia todavía no ha llegado a conocerla, tiene estricta obligación de poner cuanto esté de su parte para llegar a este fin. El único derecho que compete al hombre en toda esta cuestión, es el de ser conducido a la verdad por la vía de la persuasión, y no compelido por la violencia. Tal como lo ha enseñado siempre la Iglesia por medio de sus Pontífices y de sus doctores, y ha reprendido el falso celo de aquellos príncipes que alguna vez se han apartado de esta regla. El apostolado de la espada es prerrogativa del Corán y no del Evangelio.

Es, además, medio de perdición como expediente político, ya por la discordia que introduce entre los ciudadanos, contra el concepto mismo de sociedad, ya también por el ancho y resbaladizo camino que abre a la corrupción y a la ruina de las almas. El hombre, en la condición actual de su naturaleza, tiene necesidad de muchos auxilios y cuidados para preservarse de los sofismas del error y de los atractivos del vicio; pues ni la muchedumbre ignorante, ni la juventud inexperta, encuentran en sí suficiente defensa contra las artes de seductores elocuentes y astutos.

Ahora pasaremos a la otra consideración, es decir, a la que mira la libertad de conciencia y de cultos como consecuencia de la naturaleza del Estado.

El Estado, dicen algunos, por sí mismo no tiene nada que hacer con la religión, ni tiene por objeto la salud eterna de los ciudadanos. Él no puede darnos la verdad, de la que es única depositaria la Iglesia, y aun cuando reconozca a esa Iglesia, es, sin embargo, distinto de ella. Luego, bien que sea innegable que nadie tiene derecho al error y que por eso la libertad de conciencia, no puede ser aprobada por la Iglesia, con todo, el Estado debe permitir el error y dejar en libertad a cada uno de seguir o predicar cualquier creencia, siempre que no sea contraria a la tranquilidad pública. Al menos este es el concepto de las "nuevas sociedades civilizadas y perfectamente constituidas".

Esta falsa opinión de no reconocer en el Estado el deber de proteger a la Iglesia con sus leyes, también está reprobada por el maestro infalible de la fe cristiana, Pío IX en su Quanta Cura: "Contra la doctrina de las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que es excelente la condición de aquella sociedad, donde no se reconoce al Gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la religión católica, sino en cuanto lo exija la tranquilidad pública". En cuyo lugar, y volvemos a advertir lo mismo que hemos ya otra vez advertido, no habla el Pontífice de la hipótesis particular de tal o cual sociedad que pueda encontrarse en semejante contingencia, atendidas las divisiones religiosas ya en ella arraigadas, en que la prudencia aconseja la tolerancia civil de todos los cultos, sin protección especial para el único verdadero. Sino que el Pontífice habla de la tesis general, o sea de la regla fija, con respecto a la mejor manera de gobernar, es decir, aquella manera de gobernar que mejor responda a la idea divina y a la felicidad de los pueblos.

Merece tenerse presente en esta materia, lo que Jesucristo nos enseña en una de las parábolas referida en el capítulo 13 de San Mateo. “El reino de los cielos, o sea la Iglesia, dijo, puede compararse a un padre de familia, que sembró buena simiente en su campo. Mas mientras dormían los criados, vino su enemigo y sembró sobre el trigo la cizaña. Y habiendo crecido y granado el trigo y aparecido también la cizaña, los siervos del padre de familia vinieron a él y le dijeron: ¿Acaso no sembraste buen trigo en tu campo? ¿De dónde le ha venido la cizaña? Obra es del enemigo, les respondió el dueño. Y los criados le dijeron: ¿Quieres que vayamos y la arranquemos del campo? No, les replicó él; no sea que por arrancar la cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan ambos hasta la siega, y entonces yo diré a los segadores que cojan primero la cizaña y la aten en manojos para echarla en el fuego, y recojan luego el trigo para guardarlo en mis trojes”.

Aquí claramente el padre de familia, creyó deber dejar también a la cizaña libertad de vegetación, dado que ya estaba arraigada en el campo; mas no por la consideró buena en sí misma, ni aprobó la negligencia de los colonos en haber dejado al enemigo ocasión de penetrar en su finca. Aquella concesión fue otorgada por el mismo padre de familia como oportuna en el presente estado de cosas, más, sin embargo, la declaró desastre, inimicus homo hoc fecit; desastre por otra parte que había que sufrir por evitar daños mayores, ne forte colligentes zizania eradicetis simul cum eis et triticum.

§  Tres motivos por los cuales el Estado está obligado a proteger a la Iglesia.

El Estado debe proteger con sus leyes a la religión católica. Este principio puede deducirse de tres consideraciones previas:

1.      De sus relaciones con los ciudadanos,

2.      De las que tiene respecto a la Iglesia; y

3.      De las que le ligan a Dios.

1. El Estado tiene el deber de asegurar y proteger contra todo ataque los derechos de los ciudadanos. Y los ciudadanos tienen derecho a no ser escandalizados por la disolución pública, a no sufrir que sus hijos sean corrompidos en la inteligencia o en el corazón por las asechanzas de los seductores, y a no ver vilipendiada y conculcada su propia fe por la impiedad ajena. Esto es tan cierto, que aun no existiendo ni sociedad ni Estado, las familias dispersas tendrían derecho de emplear hasta la fuerza contra un vecino contumazmente molesto y perjudicial en puntos blasfemador de Dios, son con arreglo a la razón, merecidamente comparados al agresor injusto.

Aquella fuerza, pues, que cada uno de los hombres tendría derecho a emplear por sí mismo en la condición de naturaleza, es preciso que sea ejercida por el Estado, supuesta la sociedad; y esto aun en la hipótesis liberal de que el derecho social no es más que el derecho colectivo de los particulares asociados. Además, donde la diversidad de cultos no tenga de tal modo invadida la sociedad que se haya introducido en las ideas, en los hábitos, en las costumbres del pueblo, la posesión de la verdadera religión es un bien, no sólo de los particulares, sino igualmente de la comunidad. Ahora bien; es un deber estrechísimo del Estado defender con sus propios medios la conservación de los bienes sociales, y asegurarlos contra todo asalto interno o externo.

Deber que tiene tanta más fuerza en el presente caso, cuanto que la Religión no es un bien cualquiera, sino el bien máximo del hombre, pues que se refiere a su destino eterno; y es también el bien máximo de la sociedad, la cual encuentra en ella su más fuerte apoyo. Si pues, es deber del Estado proteger con sus leyes los demás bienes inferiores, ¿cuánto más a éste que los supera a todos?.

Por último, el Estado tiene principalmente el deber de proteger la impotencia del débil contra la prepotencia del fuerte. Y el abuso de la fuerza puede tener lugar tanto en  el orden material como en el orden moral. El que tiene mayor ingenio, mayor instrucción, mayor elocuencia, tiene en su mano un arma potentísima, tanto para el bien como para el mal, y puede fácilmente abusar de ella en daño ajeno. El ignorante, el idiota, el hombre de escasa inteligencia, no tiene por sí mismo medios de rechazar el ataque: es necesario, en ese caso, que el Estado venga en su ayuda, si es cierto que lo que nos impulsa a la vida social, es precisamente el encontrar protección para aquellas cosas en que la debilidad individual es insuficiente. Y esto en cuanto al daño que la religión de los ciudadanos puede recibir.

Pero aparte de esto no debe omitirse el auxilio que presta el rigor de las leyes a la honestidad de la vida; siendo también muy cierto, que sobre los ánimos de las muchedumbres, hacen menos impresión las penas de la vida futura que las de la presente. Por lo cual, San León el Grande, en la carta al obispo Toribio, dice, que con frecuencia el temor del castigo temporal con que amenazan las leyes civiles, despierta en el corazón de los cristianos extraviados el pensamiento de la salvación eterna.

2. Yendo ahora al segundo punto, es cierto que no solamente los individuos en particular, sino también las asociaciones políticas, son miembros de esta gran sociedad establecida por Jesucristo en el mundo, que es la Iglesia. Y más lo son todavía las asociaciones políticas, puesto que forman directamente la herencia dada a Jesucristo por el Eterno Padre: "Dabo tibi gentes hereditatem tuam". Como la familia se compone de individuos y la nación de familias, así la Iglesia está compuesta de naciones. Por eso fue representada por los Profetas como un imperio que había de suceder a los antiguos imperios de la fuerza, y que con su poder moral tendría sujeta a su dominio  toda la tierra. Es por eso que los miembros de toda sociedad tienen el deber de acudir a su defensa, y asegurar su existencia tranquila contra los perturbadores de dentro y los agresores de fuera. El Estado, por lo mismo que es católico y representa una nación católica, está obligado a proteger y defender a la Iglesia por los medios de que dispone.

Pero si el Estado, apostatando como Estado de la fe, se niega a cumplir semejante deber, recae éste por su naturaleza en cada uno de los fieles, los  cuales ciertamente no pueden perder con respecto a la Iglesia su naturaleza social por culpa de quien estaba destinado a representarlos.

En tal situación  surge en la sociedad humana un necesario desorden,  esto es, una fuerza legítima independiente del depositario público de la fuerza; y no  es extraño que surja un derecho no conforme a la condición normal, cuando ésta es abandonada y trastornada.  También en lógica,  establecido un principio contradictorio, se sigue de él una conclusión contradictoria. La Iglesia, habiendo sido establecida por Dios como sociedad perfecta, ha recibido de él sin duda todos los derechos necesarios a su conservación; de lo contrario sería menester acusar a Dios de inconsecuencia, como si hubiese querido el fin negando los medios. E indudablemente, entre los derechos propios de una sociedad perfecta está el de coacción contra los enemigos interiores y exteriores. En el caso de mutua alianza entre el Estado y la Iglesia, ésta ejercita el derecho indicado por medio de aquél, en virtud de la defensa armada que el mismo le presta. De aquí la idea de las dos espadas, la espiritual y la material, confederadas y aunadas para salud del mundo. Pero rota semejante alianza, cualquiera ve que aquel derecho de la Iglesia no puede perecer, como que resulta de la naturaleza misma social, de que, no fue revestida por Estado, sino por Dios.

Además, todos los doctores enseñan que la potestad temporal debe estar subordinada a la espiritualidad;

Ahora bien: ¿quién no ve que la parte principal de esta subordinación es el armonizar las leyes civiles con las canónicas y hacer servir la fuerza de aquéllas para el cumplimiento de éstas?

Una es, la sociedad humana, que para conseguir plenamente su fin necesita de dos poderes, el espiritual y el temporal. De aquí nace como deducción necesaria que estos dos poderes, por ser distintos, tienen derecho de recíproca asistencia. De otro modo la obra de Dios sería imperfecta, y los medios no serían ni proporcionados ni entre sí bien dispuestos. Entonces, pues, como la Iglesia ayuda al Estado, exhortando a los pueblos a toda virtud humana y cívica y haciéndolos obedientes y pacíficos súbditos de la autoridad política; así por su parte es menester que el Estado ayude a la Iglesia, prestando apoyo a sus leyes, y castigando a los perturbadores de la fe y de la moral cristiana.

Perfectamente dice a este propósito Phillips: “No basta que ellos, los príncipes, cuiden de cuanto se refiere a las necesidades externas de la Iglesia, el sostenimiento de su culto y los medios de subsistencia para sus ministros; pues que no es un pleno cumplimiento de todos sus deberes para con ella el no negar la protección legal a que toda sociedad lícita tiene derecho por sí misma. Ellos deben además, y éste es el fin supremo, la principal misión de la potestad temporal, favorecer el establecimiento del reino de Dios, y por consiguiente dar a sus pueblos una legislación que esté en armonía con la ley divina anunciada por la Iglesia, una legislación que preste el apoyo  de su autoridad a las prescripciones de la ley religiosa".

Pues bien, la primera condición de una alianza eficaz de la ley del Estado con las leyes de la Iglesia, es la aplicación de los medios coercitivos de que dispone el Estado, en todos aquellos casos en que la pena espiritual es insuficiente.

La voz del Pastor no siempre tiene bastante virtud para ahuyentar a los lobos rapaces del redil de Jesucristo. Corresponde en estos casos al príncipe investido con la autoridad de la espada, armase de su fuerza para contener y poner en fuga a todos los enemigos de la Iglesia.

3. Aquí la materia misma nos lleva al tercer punto, ya que el gobernante terreno debe estar sujeto a Dios, no solamente como hombre, sino también como gobernante. Pues si en los actos que dicen relación a uno y a otro orden obra como ente moral, debe hacerlos servir todos a la gloria divina. Esto debe hacerse cooperando con la Iglesia en pro de la salud de las almas y de la conservación y propagación de la fe, puesto que a la Iglesia  Dios le ha confiado el encargo de procurar su gloria y procurarla con la santificación de los fieles. Por lo cual, el Papa San León el Grande, escribiendo al emperador León, le decía: “Tú debes continuamente pensar que la regia potestad te ha sido dada, no sólo para el gobierno del mundo, sino principalmente para la protección de la Iglesia.

San Agustín, en su libro "La Ciudad de Dios", dice: “No llamamos felices a los emperadores cristianos cuando reinaron mucho tiempo, ni porque hayan muerto tranquilamente dejando la corona a sus hijos... sino cuando habiendo empleado principalmente su potestad en extender el culto de Dios, la hicieron sierva de la Majestad Divina”.

Escribiendo también al conde Bonifacio, gobernador del Africa, se expresa así: “De una manera sirve el príncipe a Dios en cuanto hombre, y de otra manera en cuanto príncipe. En cuanto hombre, sirve a Dios viviendo según la fe: en cuanto príncipe sirve a Dios haciendo leyes que prescriban el bien y prohiban el mal. En esto, pues, sirven a Dios los reyes, como tales, haciendo en su servicio aquellas cosas que no pueden hacer sino los reyes”.

Esto deberían comprender los que gobiernan los pueblos, si actuaran con sabiduría y entendiesen su oficio. Y deberían también comprender que en ello no se trata tanto del interés de la Iglesia cuanto de sus propios intereses. Porque la Iglesia, que, en medio de las persecuciones de tres siglos llegó a enseñorearse del mundo, podrá vivir sin la protección de los gobiernos terrenos y sin sufrir sustancial detrimento, acudiendo Dios a sostenerla por vías extraordinarias; pero el mundo se arruinaría si queda privado del socorro de la Iglesia. La separación del cuerpo y el alma produce sobre todo un daño para el cuerpo, que por esta separación muere y se corrompe.


§  Origen de este deber. Corolarios

   ¿En qué ha variado el poder político, por el advenimiento del cristianismo? En sus relaciones exteriores. Mientras antes tenía relación con el fin puramente natural de los individuos, ahora la tiene con el fin sobrenatural de los mismos. Mientras antes estaba en contacto con una autoridad religiosa, que él mismo se apropiaba o que de él era dependiente, ahora tiene enfrente un sacerdocio de procedencia más alta que la suya, totalmente distinto de él y superior a él. Mientras antes bastaba que el orden público tuviese por norma la honestidad de las costumbres, conocida por la luz de la razón, ahora esta misma honestidad de costumbres es menester que sea regida por la verdad revelada y por las prescripciones de la ley evangélica.

De donde aparece que la mutación de relaciones de que hablamos dimana de tres puntos coherentes con aquéllos que hemos enumerado antes.

El primero es que en la sociedad cristiana el pueblo no está ya compuesto de hombres simplemente, sino de fieles; esto es, de hombres reengendrados por Jesucristo a la vida de la gracia, investidos de nuevos derechos y obligados por nuevos deberes. El término, pues, a que se refiere la autoridad política ha variado, y toda mutación de término lleva tras sí mutación de relaciones de sujeto correspondiente.

El segundo es que por la institución de la Iglesia, la sociedad ha sido por derecho divino sometida al gobierno de un nuevo poder supremo, el poder sacerdotal, del todo independiente del poder político, y con quien el poder político debe ponerse en armonía para que la marcha social sea ordenada y tranquila.

Por último, si el mismo gobernante ha abrazado la fe, no puede menos que obrar en conformidad con esta fe, aun como gobernante, puesto que la fe constituye en norma suprema de toda obra moral, y sería absurdo el querer sustraer del orden moral los actos gubernativos, como si no fuesen actos libres del hombre y por tanto capaces de bondad o de malicia.

De lo cual surgen dos corolarios.

Primero: El poder político por el advenimiento del Cristianismo ha sido reducido a más estrechos límites;

Segundo: En los nuevos límites a que ha quedado reducido, ha sido elevado a una dignidad muy superior a su propia naturaleza. Ha sido encerrado en más estrechos límites, porque como sabiamente observa Suárez, le ha sido por entero quitado el orden religioso, el cual, socialmente considerado, dependía de él en el paganismo. Entonces el cuidado de la religión, en cuanto es pública, tenía por objeto la felicidad de la república, y por eso era atribución del poder real.

EL CARDENAL MANNING CONTRA LA OBJECIÓN: «SIEMPRE HABRÁ UNA IGLESIA VISIBLE»

 «Los Santos Padres que han escrito sobre el tema del Anticristo y de estas profecías de Daniel, sin ninguna excepción, hasta donde yo sé –y...