Por Eduardo Rubén Pennisi
Abogado. Doctor en Ciencias Jurídicas por la Facultad de Derecho y Ciencias Políticas de la Pontificia Universidad Católica Argentina “Santa María de los Buenos Aires” (2013). Tema de tesis: “LA RELIGIÓN CATÓLICA EN LA CONSTITUCIÓN ARGENTINA” Estudio acerca de la intangibilidad del Artículo 2º de la Constitución Nacional. Teoría de la Trilogía de la Confesionalidad Católica del Estado Argentino. Calificación: Distinguido.
Profesor Titular de Derecho Político, Universidad Abierta
Interamericana. Profesor Asociado de Introducción al Derecho, Universidad
Abierta Interamericana. Profesor Adjunto de Derecho Constitucional, Universidad
Nacional de Lomas de Zamora. Ex Profesor Titular de Derecho Canónico y Derecho
Público Eclesiástico, Universidad Católica Argentina. Ex Profesor Adjunto de
Derecho Político Universidad Nacional de Lomas de Zamora. Ex Director del
Instituto de Derecho Canónico y Público Eclesiástico del Colegio de Abogados de
Lomas de Zamora. Fundador y Director del “Centro de Estudios Cardenal Pie” el
30 de noviembre de 2017. Director de la Diplomatura en Derecho Público
Eclesiástico impartida en el Centro de Estudios de Derecho Público Eclesiástico
Cardenal Pie. Año 2020
Es autor entre otras, de las siguientes obras: "Elementos
de Derecho Constitucional",
"Historia de las relaciones entre la Iglesia y el Estado",
"Iglesia y Estado, nociones de Derecho Público Eclesiástico" y
“Libertad Religiosa”.
A partir de la sanción de
"Los derechos del hombre y del ciudadano", uno de los primeros
documentos jurídicos que surgen de la Revolución Francesa, se esgrimen una
cierta cantidad de derechos que hasta ese momento eran inimaginables. Uno de
esos derechos es la libertad de conciencia y de cultos.
Esa pretendida libertad de conciencia y de cultos puede
considerarse bajo dos aspectos: en sí misma, o como consecuencia de la
naturaleza del Estado. Considerada en sí
misma, algunos la defienden como derecho esencial del hombre, otros como
expediente político para el mayor bien de la sociedad. Nosotros hemos visto
como sabiamente el Papa Pío IX, en cuanto quiere ser derecho, la declara
delirio, y en cuanto expediente político, la declara medio de perdición.
Es un delirio como derecho,
porque debería fundarse o en el panteísmo, o en la independencia de la criatura
respecto del Creador, o en la negación de diversidad entre lo verdadero y lo
falso. En lugar del derecho de creer lo que le plazca, el hombre tiene esencial
deber de aceptar la verdad revelada por Dios, y de conformar a ella sus propias
acciones. Y si por desgracia todavía no ha llegado a conocerla, tiene estricta
obligación de poner cuanto esté de su parte para llegar a este fin. El único
derecho que compete al hombre en toda esta cuestión, es el de ser conducido a
la verdad por la vía de la persuasión, y no compelido por la violencia. Tal
como lo ha enseñado siempre la Iglesia por medio de sus Pontífices y de sus
doctores, y ha reprendido el falso celo de aquellos príncipes que alguna vez se
han apartado de esta regla. El apostolado de la espada es prerrogativa del
Corán y no del Evangelio.
Es, además, medio de
perdición como expediente político, ya por la discordia que introduce entre
los ciudadanos, contra el concepto mismo de sociedad, ya también por el ancho y
resbaladizo camino que abre a la corrupción y a la ruina de las almas. El
hombre, en la condición actual de su naturaleza, tiene necesidad de muchos
auxilios y cuidados para preservarse de los sofismas del error y de los
atractivos del vicio; pues ni la muchedumbre ignorante, ni la juventud
inexperta, encuentran en sí suficiente defensa contra las artes de seductores
elocuentes y astutos.
Ahora pasaremos a la otra consideración, es decir, a la que mira
la libertad de conciencia y de cultos como consecuencia
de la naturaleza del Estado.
El Estado, dicen algunos, por sí mismo no tiene nada que hacer con
la religión, ni tiene por objeto la salud eterna de los ciudadanos. Él no puede
darnos la verdad, de la que es única depositaria la Iglesia, y aun cuando
reconozca a esa Iglesia, es, sin embargo, distinto de ella. Luego, bien que sea
innegable que nadie tiene derecho al error y que por eso la libertad de
conciencia, no puede ser aprobada por la Iglesia, con todo, el Estado debe
permitir el error y dejar en libertad a cada uno de seguir o predicar cualquier
creencia, siempre que no sea contraria a la tranquilidad pública. Al menos este
es el concepto de las "nuevas sociedades civilizadas y perfectamente constituidas".
Esta falsa opinión de no reconocer en el Estado el deber de proteger a la Iglesia con sus leyes, también está reprobada por el maestro infalible de la fe cristiana, Pío IX en su Quanta Cura: "Contra la doctrina de las Sagradas Letras, de la Iglesia y de los Santos Padres, no dudan en afirmar que es excelente la condición de aquella sociedad, donde no se reconoce al Gobierno el deber de reprimir con penas establecidas a los violadores de la religión católica, sino en cuanto lo exija la tranquilidad pública". En cuyo lugar, y volvemos a advertir lo mismo que hemos ya otra vez advertido, no habla el Pontífice de la hipótesis particular de tal o cual sociedad que pueda encontrarse en semejante contingencia, atendidas las divisiones religiosas ya en ella arraigadas, en que la prudencia aconseja la tolerancia civil de todos los cultos, sin protección especial para el único verdadero. Sino que el Pontífice habla de la tesis general, o sea de la regla fija, con respecto a la mejor manera de gobernar, es decir, aquella manera de gobernar que mejor responda a la idea divina y a la felicidad de los pueblos.
Merece tenerse presente en esta materia, lo que Jesucristo nos
enseña en una de las parábolas referida en el capítulo 13 de San Mateo. “El reino de los cielos, o sea la Iglesia,
dijo, puede compararse a un padre de familia, que sembró buena simiente en su
campo. Mas mientras dormían los criados, vino su enemigo y sembró sobre el
trigo la cizaña. Y habiendo crecido y granado el trigo y aparecido también la
cizaña, los siervos del padre de familia vinieron a él y le dijeron: ¿Acaso no
sembraste buen trigo en tu campo? ¿De dónde le ha venido la cizaña? Obra es del
enemigo, les respondió el dueño. Y los criados le dijeron: ¿Quieres que vayamos
y la arranquemos del campo? No, les replicó él; no sea que por arrancar la
cizaña, arranquéis también con ella el trigo. Dejad que crezcan ambos hasta la
siega, y entonces yo diré a los segadores que cojan primero la cizaña y la aten
en manojos para echarla en el fuego, y recojan luego el trigo para guardarlo en
mis trojes”.
Aquí claramente el padre de familia, creyó deber dejar también a
la cizaña libertad de vegetación, dado que ya estaba arraigada en el campo; mas
no por la consideró buena en sí misma, ni aprobó la negligencia de los colonos
en haber dejado al enemigo ocasión de penetrar en su finca. Aquella concesión
fue otorgada por el mismo padre de familia como oportuna en el presente estado
de cosas, más, sin embargo, la declaró desastre, inimicus homo hoc fecit; desastre por otra parte que había que
sufrir por evitar daños mayores, ne forte
colligentes zizania eradicetis simul cum eis et triticum.
§ Tres motivos por los cuales el Estado está obligado a proteger a la Iglesia.
El Estado
debe proteger con sus leyes a la religión católica. Este principio puede
deducirse de tres consideraciones previas:
1.
De sus relaciones
con los ciudadanos,
2.
De las que tiene
respecto a la Iglesia; y
3.
De las que le
ligan a Dios.
1. El Estado tiene el deber de asegurar y proteger contra todo ataque los derechos de los ciudadanos. Y los ciudadanos tienen derecho a no ser escandalizados por la disolución pública, a no sufrir que sus hijos sean corrompidos en la inteligencia o en el corazón por las asechanzas de los seductores, y a no ver vilipendiada y conculcada su propia fe por la impiedad ajena. Esto es tan cierto, que aun no existiendo ni sociedad ni Estado, las familias dispersas tendrían derecho de emplear hasta la fuerza contra un vecino contumazmente molesto y perjudicial en puntos blasfemador de Dios, son con arreglo a la razón, merecidamente comparados al agresor injusto.
Aquella fuerza, pues, que cada uno de los hombres tendría derecho a emplear
por sí mismo en la condición de naturaleza, es preciso que sea ejercida por el
Estado, supuesta la sociedad; y esto aun en la hipótesis liberal de que el
derecho social no es más que el derecho colectivo de los particulares
asociados. Además, donde la diversidad de cultos no tenga de tal modo invadida
la sociedad que se haya introducido en las ideas, en los hábitos, en las
costumbres del pueblo, la posesión de la verdadera religión es un bien, no sólo
de los particulares, sino igualmente de la comunidad. Ahora bien; es un deber
estrechísimo del Estado defender con sus propios medios la conservación de los
bienes sociales, y asegurarlos contra todo asalto interno o externo.
Deber que tiene tanta más fuerza en el presente caso, cuanto que la
Religión no es un bien cualquiera, sino el bien máximo del hombre, pues que se
refiere a su destino eterno; y es también el bien máximo de la sociedad, la
cual encuentra en ella su más fuerte apoyo. Si pues, es deber del Estado
proteger con sus leyes los demás bienes inferiores, ¿cuánto más a éste que los
supera a todos?.
Por último, el Estado tiene
principalmente el deber de proteger la impotencia del débil contra la
prepotencia del fuerte. Y el abuso de la fuerza puede tener lugar tanto en el orden material como en el orden moral. El
que tiene mayor ingenio, mayor instrucción, mayor elocuencia, tiene en su mano
un arma potentísima, tanto para el bien como para el mal, y puede fácilmente
abusar de ella en daño ajeno. El ignorante, el idiota, el hombre de escasa
inteligencia, no tiene por sí mismo medios de rechazar el ataque: es necesario,
en ese caso, que el Estado venga en su ayuda, si es cierto que lo que nos
impulsa a la vida social, es precisamente el encontrar protección para aquellas
cosas en que la debilidad individual es insuficiente. Y esto en cuanto al daño
que la religión de los ciudadanos puede recibir.
Pero aparte de esto no debe omitirse el auxilio que presta el rigor de las
leyes a la honestidad de la vida; siendo también muy cierto, que sobre los
ánimos de las muchedumbres, hacen menos impresión las penas de la vida futura
que las de la presente. Por lo cual, San León el Grande, en la carta al obispo
Toribio, dice, que con frecuencia el temor del castigo temporal con que
amenazan las leyes civiles, despierta en el corazón de los cristianos
extraviados el pensamiento de la salvación eterna.
2. Yendo ahora al segundo punto, es cierto que no solamente los individuos en particular, sino también las asociaciones políticas, son miembros de esta gran sociedad establecida por Jesucristo en el mundo, que es la Iglesia. Y más lo son todavía las asociaciones políticas, puesto que forman directamente la herencia dada a Jesucristo por el Eterno Padre: "Dabo tibi gentes hereditatem tuam". Como la familia se compone de individuos y la nación de familias, así la Iglesia está compuesta de naciones. Por eso fue representada por los Profetas como un imperio que había de suceder a los antiguos imperios de la fuerza, y que con su poder moral tendría sujeta a su dominio toda la tierra. Es por eso que los miembros de toda sociedad tienen el deber de acudir a su defensa, y asegurar su existencia tranquila contra los perturbadores de dentro y los agresores de fuera. El Estado, por lo mismo que es católico y representa una nación católica, está obligado a proteger y defender a la Iglesia por los medios de que dispone.
Pero si el Estado, apostatando como Estado de la fe, se niega a cumplir
semejante deber, recae éste por su naturaleza en cada uno de los fieles,
los cuales ciertamente no pueden perder
con respecto a la Iglesia su naturaleza social por culpa de quien estaba
destinado a representarlos.
En tal situación surge en la
sociedad humana un necesario desorden,
esto es, una fuerza legítima independiente del depositario público de la
fuerza; y no es extraño que surja un
derecho no conforme a la condición normal, cuando ésta es abandonada y
trastornada. También en lógica, establecido un principio contradictorio, se
sigue de él una conclusión contradictoria. La
Iglesia, habiendo sido establecida por Dios como sociedad perfecta, ha recibido
de él sin duda todos los derechos necesarios a su conservación; de lo
contrario sería menester acusar a Dios de inconsecuencia, como si hubiese
querido el fin negando los medios. E indudablemente, entre los derechos propios
de una sociedad perfecta está el de coacción
contra los enemigos interiores y exteriores. En el caso de mutua alianza
entre el Estado y la Iglesia, ésta ejercita el derecho indicado por medio de
aquél, en virtud de la defensa armada que el mismo le presta. De aquí la idea
de las dos espadas, la espiritual y la material, confederadas y aunadas para
salud del mundo. Pero rota semejante alianza, cualquiera ve que aquel derecho
de la Iglesia no puede perecer, como que resulta de la naturaleza misma social,
de que, no fue revestida por Estado, sino por Dios.
Además, todos los doctores enseñan que la potestad temporal debe estar
subordinada a la espiritualidad;
Ahora bien: ¿quién no ve que la parte principal de esta subordinación es el armonizar las leyes civiles con las canónicas y hacer servir la fuerza de aquéllas para el cumplimiento de éstas?
Una es, la sociedad humana, que para conseguir plenamente su fin necesita de dos poderes, el espiritual y el temporal. De aquí nace como deducción necesaria que estos dos poderes, por ser distintos, tienen derecho de recíproca asistencia. De otro modo la obra de Dios sería imperfecta, y los medios no serían ni proporcionados ni entre sí bien dispuestos. Entonces, pues, como la Iglesia ayuda al Estado, exhortando a los pueblos a toda virtud humana y cívica y haciéndolos obedientes y pacíficos súbditos de la autoridad política; así por su parte es menester que el Estado ayude a la Iglesia, prestando apoyo a sus leyes, y castigando a los perturbadores de la fe y de la moral cristiana.
Perfectamente dice a este propósito Phillips: “No basta que ellos, los príncipes, cuiden de cuanto se refiere a las
necesidades externas de la Iglesia, el sostenimiento de su culto y los medios
de subsistencia para sus ministros; pues que no es un pleno cumplimiento de
todos sus deberes para con ella el no negar la protección legal a que toda
sociedad lícita tiene derecho por sí misma. Ellos deben además, y éste es el
fin supremo, la principal misión de la potestad temporal, favorecer el establecimiento
del reino de Dios, y por consiguiente dar a sus pueblos una legislación que
esté en armonía con la ley divina anunciada por la Iglesia, una legislación que
preste el apoyo de su autoridad a las
prescripciones de la ley religiosa".
Pues bien, la primera condición de una alianza eficaz de la ley del Estado
con las leyes de la Iglesia, es la aplicación de los medios coercitivos de que
dispone el Estado, en todos aquellos casos en que la pena espiritual es
insuficiente.
La voz del Pastor no siempre tiene
bastante virtud para ahuyentar a los lobos rapaces del redil de Jesucristo.
Corresponde en estos casos al príncipe investido con la autoridad de la espada,
armase de su fuerza para contener y poner en fuga a todos los enemigos de la
Iglesia.
3. Aquí la materia
misma nos lleva al tercer punto, ya que el gobernante terreno debe estar sujeto
a Dios, no solamente como hombre, sino también como gobernante. Pues si en los
actos que dicen relación a uno y a otro orden obra como ente moral, debe hacerlos
servir todos a la gloria divina. Esto debe hacerse cooperando con la Iglesia en
pro de la salud de las almas y de la conservación y propagación de la fe,
puesto que a la Iglesia Dios le ha
confiado el encargo de procurar su gloria y procurarla con la santificación de
los fieles. Por lo cual, el Papa San León el Grande, escribiendo al emperador
León, le decía: “Tú debes continuamente
pensar que la regia potestad te ha sido dada, no sólo para el gobierno del
mundo, sino principalmente para la protección de la Iglesia.
San Agustín, en su libro "La Ciudad de Dios", dice: “No llamamos felices a los emperadores cristianos cuando reinaron mucho tiempo, ni porque hayan muerto tranquilamente dejando la corona a sus hijos... sino cuando habiendo empleado principalmente su potestad en extender el culto de Dios, la hicieron sierva de la Majestad Divina”.
Escribiendo también al conde Bonifacio, gobernador del Africa, se expresa
así: “De una manera sirve el príncipe a
Dios en cuanto hombre, y de otra manera en cuanto príncipe. En cuanto hombre,
sirve a Dios viviendo según la fe: en cuanto príncipe sirve a Dios haciendo
leyes que prescriban el bien y prohiban el mal. En esto, pues, sirven a Dios
los reyes, como tales, haciendo en su servicio aquellas cosas que no pueden
hacer sino los reyes”.
Esto deberían comprender los que gobiernan los pueblos, si actuaran con
sabiduría y entendiesen su oficio. Y deberían también comprender que en ello no
se trata tanto del interés de la Iglesia cuanto de sus propios intereses. Porque
la Iglesia, que, en medio de las persecuciones de tres siglos llegó a
enseñorearse del mundo, podrá vivir sin la protección de los gobiernos terrenos
y sin sufrir sustancial detrimento, acudiendo Dios a sostenerla por vías
extraordinarias; pero el mundo se arruinaría si queda privado del socorro de la
Iglesia. La separación del cuerpo y el alma produce sobre todo un daño para el
cuerpo, que por esta separación muere y se corrompe.
§ Origen de este deber. Corolarios
¿En qué ha variado el
poder político, por el advenimiento del cristianismo? En sus relaciones
exteriores. Mientras antes tenía relación con el fin puramente natural de los
individuos, ahora la tiene con el fin sobrenatural de los mismos. Mientras
antes estaba en contacto con una autoridad religiosa, que él mismo se apropiaba
o que de él era dependiente, ahora tiene enfrente un sacerdocio de procedencia
más alta que la suya, totalmente distinto de él y superior a él. Mientras antes
bastaba que el orden público tuviese por norma la honestidad de las costumbres,
conocida por la luz de la razón, ahora esta misma honestidad de costumbres es
menester que sea regida por la verdad revelada y por las prescripciones de la
ley evangélica.
De donde aparece que la mutación de relaciones de que hablamos
dimana de tres puntos coherentes con aquéllos que hemos enumerado antes.
El primero es que en la sociedad cristiana el pueblo no está ya compuesto de hombres simplemente, sino de fieles; esto es, de hombres reengendrados por Jesucristo a la vida de la gracia, investidos de nuevos derechos y obligados por nuevos deberes. El término, pues, a que se refiere la autoridad política ha variado, y toda mutación de término lleva tras sí mutación de relaciones de sujeto correspondiente.
El segundo es que por la institución de la Iglesia, la sociedad ha sido por derecho divino sometida al gobierno de un nuevo poder supremo, el poder sacerdotal, del todo independiente del poder político, y con quien el poder político debe ponerse en armonía para que la marcha social sea ordenada y tranquila.
Por último, si el mismo gobernante ha abrazado la fe, no puede
menos que obrar en conformidad con esta fe, aun como gobernante, puesto que la
fe constituye en norma suprema de toda obra moral, y sería absurdo el querer
sustraer del orden moral los actos gubernativos, como si no fuesen actos libres
del hombre y por tanto capaces de bondad o de malicia.
De lo cual surgen dos corolarios.
Primero: El poder político por el advenimiento del Cristianismo ha
sido reducido a más estrechos límites;
Segundo:
En los nuevos límites a que ha quedado reducido, ha sido elevado a una dignidad
muy superior a su propia naturaleza. Ha sido encerrado en más estrechos
límites, porque como sabiamente observa Suárez, le ha sido por entero quitado
el orden religioso, el cual, socialmente considerado, dependía de él en el paganismo.
Entonces el cuidado de la religión, en cuanto es pública, tenía por objeto la
felicidad de la república, y por eso era atribución del poder real.