Oración prescrita por Pío XI en 1925 para la fiesta de Cristo Rey por decreto del 28 de abril de 1926.
Dulcísimo Jesús, Redentor del género humano, miradnos humildemente
postrados delante de vuestro altar; vuestros somos y vuestros queremos ser y a
fin de poder vivir más estrechamente unidos con Vos, todos y cada uno
espontáneamente nos consagramos en este día a vuestro Sacratísimo Corazón.
Muchos, por desgracia, jamás os han conocido; muchos, despreciando
vuestros mandamientos, os han desechado. Oh Jesús benignísimo, compadeceos de
los unos y de los otros, y atraedlos a todos a vuestro Corazón Sacratísimo.
Oh Señor, sed Rey, no sólo de los hijos fieles que jamás se han alejado
de Vos, sino también de los pródigos que os han abandonado; haced que vuelvan
pronto a la casa paterna, para que no perezcan de hambre y de miseria. Sed Rey
de aquellos que, por seducción del error o por espíritu de discordia, viven
separados de Vos: devolvedlos al puerto de la verdad y a la unidad de la fe,
para que en breve, se forme un solo rebaño bajo un solo Pastor. Sed Rey de los
que permanecen todavía envueltos en las tinieblas de la idolatría o del
islamismo; dignaos atraerlos a todos a la luz de vuestro reino.
Mirad, finalmente, con ojos de misericordia a los hijos de aquel pueblo
que en otro tiempo fue vuestro predilecto: descienda también sobre ellos como
bautismo de redención y de vida, la sangre que un día contra sí reclamaron.
Conceded, oh Señor, incolumidad y libertad segura a vuestra Iglesia; otorgad a
todos los pueblos la tranquilidad en el orden; haced que del uno al otro confín
de la tierra no suene sino esta voz: ¡Alabado sea el Corazón Divino, causa de
nuestra salud, a Él se entonen cánticos de honor y de gloria por los siglos de
los siglos! Amén.
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